Hace cosa de un mes puse por primera vez un pie en un avión de Ryanair. En la época de las low cost, juro y perjuro que en todos mis años no había pisado jamás un avión de esta compañía. Y, sinceramente, nadie me preparó de antemano para ello. Menos mal que el viaje fue corto porque si no hubiera sido así, por arte de magia me hubiera convertido en una terrorista suicida. Me explicaré (sobre todo a los incautos como yo que no han probado la irlandesa y le quitan hierro al asunto). En Ryanair no esperan a que uno se siente para dar la tabarra: en inglés y mal español el interior del avión se convierte en una suerte de mercadillo donde los feriantes venden a un falso módico precio los productos más inverosímiles que ocurrirse puedan. El o la sobrecargo, micrófono en mano, intentan colocar a cuantos más pasajeros mejor boletos de ¡lotería de Ryanair! con premios como -¿oh, adivináis?- maravillosos vuelos gratis en la silenciosa compañía. Pero, ¡córcholis!, ¿por qué nunca nadie me contó esto? Mi vuelo fue de apenas 30 minutos pero el recuerdo pervive más allá de la eterna media hora. Doy fe.
Hoy, comiendo con un amigo, me entero de un par de cositas de la compañía irlandesa:
1º Que siempre van con los aviones cortos de combustible para que, en un momento dado, puedan aterrizar con poco retraso si se da la circunstancia, alegando emergencia y urgencia por aterrizar.
2º Que pactan con ciudades pequeñas contratos súper millonarios a cambio de llevar miles de pasajeros todos los años. Cuando el contrato, a punto de finalizar, no llega a los miles de pasajeros acordados, lanzan las famosas plazas a un euro para que el pacto se renueve y los contratos millonarios continúen su curso.
¡Cielos! ¿Será esto verdad?